De todo cuanto perdimos nos quedan al menos las lágrimas. La vida pasa volando en Los años rápidos y Secun de la Rosa, otra vez sencillo y cercano, lo cuenta de forma conmovedora. Apenas dos escenas separadas por treinta años y, una tercera extraordinaria, en la que ambas se solapan, le bastan para narrar todo un drama familiar. Una historia condensada en una única estancia: el salón de un hogar de barrio obrero, una butaca gastada, una mesilla, unas lámparas baratas, el coñac a mano y una cortina de fondo... el reconocible escenario doméstico, según se mire, del infierno cotidiano o de los paraísos perdidos de la infancia.